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Huyendo de la escritura...

. domingo, 30 de noviembre de 2008


A todos nos pasa, con bastante frecuencia, que por exigencias del trabajo asalariado, por andar a salto de cama a causa del amor, o simplemente por condescender a las tentaciones no del todo interpretables de nuestros sueños (incluidas en éste las aspiraciones francas o veladas de éxito en alguna posición burocrática, de dinero en abundancia, de forjar una sólida posición social, de concretar por fin una aventura con la cajera del banco frecuentado y gozarla desnuda entre los brazos, viajar la geografía de su cuerpo, contemplarle puesto en éxtasis esas caderas tipo cuarto de milla que se carga y que trepan mi termómetro emocional hasta las fiebres más altas), dejas otra vez intocada esa página pendiente desde hace días, semanas quizá (mira, yo no sé escribir por encargo, a presión ni bajo amenaza) y empiezas a convertir la vida en un saco roto de promesas y proyectos para después, más adelante, cuando haya tiempo.

Ah, pero sucede que el tiempo es una especie de novia caprichosa y posesiva que siempre y cada vez más se las arregla para no permitirnos hacer nada. Nos envuelve con sus insinuaciones, sus posibilidades seductoras, y uno, que sin oponer resistencia está dispuesto a perderse, cede al dulce vicio de la pereza, se dedica con empeño a engordar la tripa del alma y, como alguien que huye a ciegas de la alcoba donde la querida duerme, se despoja también del continente de placer que prodiga la lectura.

Digo, la lectura de aquellos autores que, entre otras cosas elementales, nos enseñan a pensar y a escribir: Shakespeare, Dante, Balzac, Thomas Mann, Hemingway. ¿Lo digo en serio? ¿Tengo una mínima idea acaso de lo que eso significa?

Casi no hay tiempo ni para respirar dos veces seguidas y este loco pretende botarlo por la alcantarilla. No, hermanito, no alucines, la época no está para tamaños lujos ni pérdidas de tiempo. Si alcanzas a barnizarte con la subliteratura del día, date por bien servido y punto. Como escuche alguna vez decir a alguien: "La vida es muy corta, y los libros muy largos."(Sólo que Cervantes sí se partió el alma para legar una obra.) Además y por si fuera cualquier cosa, eso que tú sugieres requiere de una fortuna caída del cielo, la beca vitalicia de los Reyes Magos, por ejemplo.

Y entonces, por la exclusiva y grandísima culpa de esa cuarta dimensión corrupta e implacable que es el tiempo, uno se asesta la puñalada por la espalda a sí mismo, se afilia a las banalidades de la moda en turno y, para taparle la boca al menor reclamo de su voz interna (cada quien conoce cuánto pesa el peso de su conciencia), para estar en plena forma ante los demás, proclama que esos tales por cuales clásicos son demasiadamente aburridos y que no sirven para maldita la cosa. Y que se pudran, para acabar pronto.

Claro, estos pobres argumentos no son sino una manera cómoda de encubrir la ignorancia, de excusar y justificar nuestra falta de estatura, de maquillar a la mediocridad con los polvos de una dudosa audacia, de un valor falso, de una inteligencia torcida. Uno generalmente menosprecia aquello que no es capaz de entender. Y no cualquiera tiene la vocación ni las ideas en su sitio para fajarse con los pretextos y las limitaciones y los engaños que le impone la necedad del mundo, y vencerlos. Ellos, los autores cuyas obras se mantienen vivitas y coleando a pesar de la escasa generosidad del tiempo, supieron hacerlo. Tal vez eso sea lo que nos molesta y nos acobarda y nos hace sentirnos peor de desahuciado que ante un diagnóstico médico fatal.

Sí, ya sé, es verdad, las negligencias y arbitrariedades y falta de tiempo que padece uno a manos de las necesidades de supervivencia son múltiples, angustiosas, ofensivas; sin embargo, también es cierto que somos fáciles de sobornar por las intrascendencias sociales; que no pocas veces nos sobra anhelo de notoriedad, ansia de posición política o burocrática; que nos dejamos cautivar más de la cuenta por las payasadas y los guiños escenográficos de lo insustancial; que nos malbaratamos el pellejo en tonterías . Y luego, a la hora buena de dar la cara, con intensa rabia o con lágrima furtiva, se queja uno de lo que tú ya estás enterado, mi amigo, la falta de tiempo.

Las nueve décimas partes de nuestra inacción literaria se deben a la falta de tiempo. Oh, "vita brevis" Y es que el tiempo se contrae, se adelgaza, se evapora por una rendija, se chorrea como un puñado de agua y cuando te das cuenta ya no tienes ni un sorbito de tiempo para nada. Y de repente, en alguna de esas ráfagas de contrición que se nos cuelan en el alma por el ojo miope de un insomnio, te topas de frente con ese testigo censurado de ti mismo que eres tú mismo y, puestos a hablar sin tapujos, confesionariamente, con los tamaños en la báscula, vamos a ver: ¿De veras no nos queda tiempo para nada? ¿No será más bien que nuestra pasión por la literatura es apenas una pasión gentil, modesta y benigna? ¿No será que la amamos sin convicción, que imaginamos enamoramiento lo que no pasa de ser una brizna de entusiasmo?

Sería mejor tener en cuenta que el verdadero escritor siempre encuentra la manera de robarle una hora al patrón, al amor o al sueño. Así que quitémonos ya de tanto lloriqueo y pretextos infantiles. Porque el tiempo, como la soledad, es un utensilio de trabajo que debemos aprender a usar. Y por mucho que tratemos de escondernos, de retorcerle el pescuezo al ave del paraíso, de jugar a las escondidas con la evidencia, en lo más sincero de su corazón uno lo sabe. Es imposible no saberlo. Y después de una medianamente exhaustiva reflexión, justo cuando ha llegado uno a la decisión definitiva de alimentar su voluntad, de fortalecer su disciplina, de asumir el máximo rigor, en fin, de no malversar más el ya de por sí exiguo tiempo; justo entonces, decía, empieza a piquetear el alfiler de la claustrofobia y se me viene a la mente que esta noche debo ir al coctel del Alter Ego, ni modo de dejarlo plantado, sólo que antes voy a darme una vuelta por la librería, a ver qué novedades me encuentro, y mañana prometí llevar al cine a Carmelita (la criatura más fascinante que he visto en toda mi vida, esbelta, elástica, una real y auténtica pura sangre), y pensándolo mejor, cómo me voy a sentar a escribir si antes no tengo la idea bien resuelta en la cabeza, robador de tiempo, ya me imagino, bonito me iba a ver escondido en el baño leyendo a Sófocles. ¿No te lo dije?

Sí, hombre, qué tonta, qué triste, qué obviamente inútil es nuestra propia imagen en el espejo...

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