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Quienes escribimos...

. viernes, 16 de enero de 2009



Las personas que de vez en cuando escribimos… cualquier cosa; nunca hemos sido, en ningún tiempo ni en ninguna parte del mundo, unos seres privilegiados. Es verdad que nos regocijamos, en ocasiones, con el dolor de ciertas prerrogativas; pero esto se ha debido más que nada a la pasión innata que tienen los poderosos por la prostitución de la inteligencia, por la compra y el despojo del talento ajeno para darse baños de cultura y engalanarse con ellos.
Las ideas se corrompen, o se persiguen: las cárceles, los exilios, la muerte. El escritor, (profesional o aficionado) como la mayoría de los hombres, vive de la única manera que le permite la civilización: a la defensiva. Acaso la rareza de su peculiaridad, y de ahí que haya quienes lo consideren distinto, incluso peligroso, es que asume la función de testigo de sí mismo y de la sociedad en que se desenvuelve. Y el testigo de nuestra mediocridad siempre nos resulta molesto; lo rechazamos siempre porque de una o de otra manera nos echa en cara nuestra pequeñez, nuestro espíritu microscópico, nuestra sincera y bien intencionada cobardía.


Cada vez más, tanto los logros inobjetables como las manías, los caprichos, las extravagancias y frivolidades de la ciencia y de la técnica nos alejan de nuestra propia naturaleza, nos mutilan, nos invalidan, nos envuelven en una placenta de satisfactores artificiales, nos allanan el cerebro y los sentidos con ideas inofensivas y pasiones de paso, ligeras, de segunda o tercera mano. Cada vez más, nos enseñamos a pasar de largo por la vida. Peligrosamente indefensos, olvidados cada vez más de las vocaciones humanas, tal parece que estuviésemos viviendo sólo para huir de nosotros mismos.

El escritor (el artista, el creador literario o los que jugamos con unas cuantas letras en cualquier rato de ocio) no es ni puede ser ajeno a esta circunstancia; como cualquiera, vive expuesto a los virus innumerables de la corrupción, a las contaminaciones eufóricas de la cosmetología social, a las inoculaciones colectivas de mediocridad, autocomplacencia, resignación; vive exigiendo un juego limpio pero escondiendo sus cartas bajo la manga; es, lo mismo que el más soberbio o el más humilde de sus semejantes, actor de contradicciones esenciales, sujeto de normalidad y puritana moral y, por lo tanto, se halla igualmente propenso a sucumbir frente a los antagonismos del mundo: trozo de cera derritiéndose en el fuego de la realidad de este mundo que no quiere, no acepta, no tolera testigos ni disidentes y se conforma, en cambio, con cómplices, lacayos, meras aproximaciones y tristes remedos humanos.

Ciertamente, las vías de escape, las tentaciones, las promisorias carnadas que se ofrecen al que escribe para desertar de sus principios, para entrampar las exaltaciones de su talento, para prostituir su vocación, son múltiples, como múltiples y difícilmente soportables suelen ser también las mordeduras de la incomprensión, las heridas del rechazo, las llagas del amor propio lastimado, las formas de la desesperación, la desesperanza, el sentimiento de inutilidad, la sensación de fracaso. ¿Para qué luchar por decir algo que nadie quiere oír? ¿Para qué obstinarse en la dañosa pretensión de demostrar la luz a quienes se complacen en su ceguera?() ¿Por qué? ¿Para quién?

La literatura no sirve para nada, mejor amarrarle una piedra al cuello y tirarla de cabeza al abismo. Ya está. Inmolación de lo que todos decimos amar y cultivar. Holocausto de uno mismo. Hay todo un mundo banal que vivir.

Amantes resentidos con la vida y con una taza de café, como todos los que se sacrifican por debilidad o pobreza de espíritu al objeto amado, quienes escribimos (profetas falsos o verdaderos) en muchas ocasiones abandonamos el ejercicio medular de la literatura ; nos desatamos del mástil y nos arrojamos de bruces al espejismo fácil del canto de las sirenas, a las vanaglorias de la comodidad condicionada, a la opulencia de la prosperidad y el dinero, las grises prestaciones del puesto público, el contrato firmado con sangre, la venta del alma al mejor postor, el miedo a los propios sueños; las blandas intrascendencias del oropel social; o nos encaramamos en las espaldas del cinismo y nos dedicamos a manosear hasta oxidarla, la pobre moneda de algún ídolo o modelo a seguir; o nos aplicamos con rabiosa sordidez a ejercer el oficio miserable de cancerberos, de custodios implacables de las puertas de la creación que no supimos o no tuvimos con qué trasponer; o emprendemos el peregrinaje brutal de la propia devastación física y moral, el lento, insensato suicidio con la navaja mellada salvaje del alcoholismo o algún vicio peor. En algún caso, simple y desvergonzadamente, impotencia; en algún otro, una tortuosa, desgarradora manifestación de desprecio, un encanallarse a sí mismo para restregarle a los demás esa nuestra condición de seres a ras de un sueño.

Al rechazo, a la patética indiferencia de la sociedad, estos seres que desenvainanamos el bolígrafo y combatimos sin escudo respondemos con el extravío, con la irresponsabilidad, con la autodestrucción; pero el negar la propia inteligencia, el trocar las actividades creadoras por la esterilidad, es una muy precaria venganza. La sordera de los hombres no es motivo para callar; su presunto letargo mental no justifica ninguna deserción; significa, por el contrario, una suerte de traición perversa, imperdonable, una concesión equívoca y definitiva a quienes persiguen la pequeñez de la humanidad.

Ningún hombre que viva en sociedad tiene derecho al silencio, ni nadie posee la mínima facultad moral para imponerlo. Todos somos culpables de lo mismo. Un crimen, un suicidio, una represión, cualquier tipo de aniquilamiento individual o mental forma parte de una irreversible degradación colectiva. La vida, tal vez por incomprendida e incomprensible, es ya de por sí dolorosa; no la hagamos también estúpida.

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