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. lunes, 2 de noviembre de 2009

Hoy viajé con un vampiro. El tren de las 8:30 venía repleto. Pude colarme entre un obrero de panza prominente y una cuarentona cansada. Como siempre, la mitad de los pasajeros bajaron dos estaciones después; allí fue cuando la vi por primera vez. Era una mujer alta, de cabello oscuro que caía por delante de sus hombros. Estaba apoyada al fondo del vagón junto a una ventana, frente a la puerta, con un brazo sobre la baranda y las piernas cruzadas por los tobillos. Leía un libro.
Desde el principio supe lo que era. No me malinterpreten: soy un hombre incrédulo, y no acostumbro leer las novelas románticas de moda. Pero nunca podría albergar la menor duda de que ese ser invisible para todos los demás, casi oculto en la multitud, inmóvil, era un simple humano.
En la estación siguiente bajaron los restantes pasajeros. Como era costumbre, sólo quedamos la señora mayor de sombrero al crochet, una oficinista joven a la que había intentado agradar varias veces sin éxito, y dos universitarios siempre enroscados en charlas sobre política o fútbol, a veces mujeres. La vampira continuó de pie, leyendo.
Pese a cierto miedo (no temía por mi seguridad, por supuesto, más bien porque supiera mis conjeturas y terminara quedando en ridículo), la curiosidad por ver qué libro leía fue más fuerte, y lentamente me acerqué. Fingí buscar un asiento y me coloqué en uno doble donde pudiera inspeccionarla con comodidad, de espaldas a los otros pasajeros. Mi atención se desvió a sus ojos. Eran grandes y alargados, inocentes e inteligentes a un tiempo, de color almendra. Sus labios rosados se perdían en la piel pálida. Parecía prescindir de maquillaje, pero su rostro se veía demasiado uniforme. Las manos, blancas y alargadas, de uñas crecidas y puntiagudas, eran lo que quizá sin que fuera del todo consciente me habían dado la certeza a la distancia. El libro era Vigilar y castigar. Me sorprendió, aunque no sé que esperaba que leyera, y empezaba a imaginar que quizá ella habría presenciado la ejecución de Damiens cuando noté que llevaba auriculares blancos. Ahora querría saber lo que escuchaba, pero tendría que preguntárselo. Ni loco.
Llegamos a la anteúltima estación. Sabía que la oficinista había bajado en la anterior, y que en esta la señora y los estudiantes de sociales abandonaban ahora el tren. Me dejaban sólo con la vampira. Un frío me corrió por la nuca, y empecé a transpirar más de lo que la humedad de la noche justificaba. Especulé cambiarme al siguiente vagón, el que solía evitar por ser la cama preferida de un vagabundo con olor a alcohol y falta de ducha. Pero sólo conseguiría llamar la atención de la mujer que continuaba abstraída en el estudio de las tecnologías de castigo, así que esperé a la última estación, mi parada final, espiándola de reojo.
Por fin escuché a lo lejos el sonido de la sirena. Me incliné para alcanzar el bolso que había dejado en el asiento contiguo. Cuando levanté el rostro, la vampira de los ojos almendra se encontraba frente a mí. Se acercó a mi rostro y con una sonrisa, divertida con mi aterrada y fascinada inmovilidad, dijo: “Focus”.
Descendió antes que yo. Si el guarda no hubiera llegado al final del vagón, golpeándome con brusquedad y obligándome a bajar, creo que seguiría allí, inmóvil con la vista al frente, escuchando en mi mente a la vampira morena de los ojos almendra.

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