El sentido del deber

Hace unos meses viajaba en un microbús con mi hermana, sólo habían pasado diez minutos, cuando una señora intentó subir al transporte por la puerta trasera. El conductor espero, algo raro en esta ciudad, pero la señora logró abordar. Ya había dejado sus bolsas dentro del micro, sin embargo, sufrió una caída horrible.

Cayó completamente de espalda, golpeándose fuertemente la cabeza contra la banqueta. En esos pocos segundos muchas cosas pasaron por mi mente, y una de ellas fue ‘está muerta’. Gracias a Dios, vi cómo intentó estirar su mano, tratando de pedir ayuda, sus ojos desesperados buscaban respuesta de alguno de los muchos pasajeros que estábamos atónitos con el incidente.

No sé de dónde saqué fuerza, pero de un salto (de un extremo al otro de la unidad), ya estaba abajo del microbús intentado levantar a la señora, olvidando por completo a mi hermana que, afortunadamente, ya se encontraba abajo, realizando lo mismo que yo.

En fin, para no hacer el cuento largo, la herida en la cabeza de la dama le empapó la espalda, dos hombres nos ayudaron en algo: uno paró un taxi y el otro nos dio 50 pesos para pagarlo. La dejamos en el hospital después de comunicarnos con su hija para que llevara su carnet y pudieran atenderla.

Traigo esa travesía a colación por los diversos puntos de vista que de un evento como este podemos decir: estaba muy enojada, por la falta de acción de hombres mucho más fuertes que mi hermana o yo; realmente, ese accidente se pudo haber evitado, porque la señora pidió ayuda para subir y nadie le tendió su mano; qué hacía una señora (con una lesión en la cadera) sola por la calle, sin un familiar que la ayude; ¿acaso estamos tan acostumbrados a los accidentes que ya nada nos inmuta? ¿Será indiferencia?

Un comentario de mi amiga y colega, Ana Lorena Hernández, me hizo ver todo con más tranquilidad: “todos reaccionamos distinto”. Y bueno, dejé de condenar a los demás por su falta de acción, creo que muchos pudieron haberse asustado (yo también, créanme, me temblaban las piernas), otros tenían prisa u otras cosas en las cuales pensar. Quizá algunos creían que no podían ayudar, quien sí pudo lo hizo y basta.

De lo que sí estoy segura es que no le hicimos ningún favor, mi hermana y yo coincidimos en que vimos a nuestra propia madre en esa situación, y que no queríamos que le dejaran así, a su suerte… como hace varios años le sucedió, exactamente igual.

Es decir, era nuestro deber ayudarla, ni somos las chicas superpoderosas ni nada por el estilo. Yo sentí que era una obligación ayudarla y me pregunto ¿algún día sentiremos que es nuestra obligación, como pueblo, ayudarnos mutuamente?

No fue nada del otro mundo, sólo la llevamos al hospital. Situaciones en las que podemos ayudar están a nuestro alcance todos los días, si queremos ser mejores, es nuestra obligación cumplir con nuestro deber como ciudadanos: ceder el asiento (está bien, sólo a embarazadas, con niños en brazos, a ancianos y discapacitados, no a todos, para que no se quejen), tener la cortesía de ayudar a bajar del transporte público a las personas mayores, pues no tienen la misma agilidad que los jóvenes y a mujeres que llevan bebés. No tengo hijos, pero imagino lo difícil que debe ser cargar un niño pequeño, la pañalera, la cobijita, sujetarse del pasamanos y tratar de pagar al chofer… y aunque ellas se las arreglan, lo cortés no quita lo valiente, ¿o sí?

Espero que, algún día, nuestro sentido del deber se agudice, porque a nadie le hace daño vivir en un país más solidario.